Homilía Misa de exequias de Lorenza. IV Domingo de Adviento. Daimiel 22 de diciembre de 2024
Miq 5,1-4: Él mismo será la paz.
Sal 79: Oh Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Heb 10.5-10: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo.
Lc 1,39-45: Se llenó Isabel del Espíritu Santo
Entre todos personajes que entran en escena en la Liturgia de la Palabra de este domingo, IV de Adviento, ¿dónde encontrar el protagonista: el profeta Miqueas, el salmista, el anónimo autor de la Carta a los Hebreos, la Virgen María, su prima Isabel, alguno de los dos niños que, desde lo recóndito de las entrañas de las madres intervienen, Juan el Bautista, el mismo Salvador? Alcanzar a reconocer al protagonista de un conjunto de lecturas escogidas nos hace más fácil centrar nuestra atención en el lugar adonde apunta la Palabra de Dios.
Hacerlos a todos, aun no siendo ninguno, sino el que los mueve a decir y a hacer, a profetizar y a ponerse en movimiento: el Espíritu Santo. Descubrimos su rastro en las palabras de uno, en los gestos de otro… promociona a las personas para su propio crecimiento, pero, no de forma particular o aislada, sino dentro de una historia: la de la salvación.
Los cuatro cirios del Adviento rodeados de una corona. En progreso de luz, hasta alcanzar la cumbre con la cuarta vela. Parecerá que todo quedaría alumbrado, y sin embargo no ha sido más que un preludio que anticipa y prepara a la Luz, la fuente de la Luz: el Niño de Belén.
El Espíritu Santo hizo posible que María alumbrase y consigue que en nuestro hogares prenda y se cultive la luz. Es un principio del amor: a más amar, más luz. Esto era posible por el Espíritu de Dios en ellos. También lo quiere hacer en nosotros, que seamos protagonistas de la historia de la salvación para la esperanza del mundo.