Is 66,10-14c: Vuestros huesos florecerán como un prado.
Sal 65: Aclamad al Señor, tierra entera.
Gal 6,14-18: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
Lc 10,1-12.17-20: “El Reino de Dios ha llegado a vosotros”.
Las palabras humanas acercan calor y cercanía al sufrimiento por la muerte de la persona querida: “Te acompaño en el sentimiento”, “recibe mi más sentido pésame”, “siento mucho esta pérdida”, “que le sirva de gloria y descanso” … Palabra humanas que la sabiduría popular ha ido fraguando y de la que somos herederos. Con un alcance reducido, que prácticamente se limita a expresar: “sé que no puedo hacer nada para aligerarte el dolor, pero que sepas que estoy aquí contigo y me preocupas”. Es lo que humanamente podemos aportar.
Pero contamos también con la Palabra divina, que ofrece más que una presencia cercana, una apertura a la esperanza.
El profeta Isaías pronunciaba al final del libro que lleva su nombre: “Vuestros huesos florecerán como un prado”. Jerusalén, la gran ciudad que representaba al pueblo judío, como una madre, había sufrido avatares diversos a lo largo de su longeva historia con momento de gloria y de maltrato. Las palabras de Isaías de la primera lectura se sitúan al final del libro del profeta y recogen la historia reciente de la ciudad, de la nación. Tras haber sido destruida, expoliada y despojada de la gente con más capacidades; después de haber permanecido durante décadas asolada, va a recuperar su esplendor. Palabras que invitan a la esperanza. Renace la esperanza tras cada desgracia que pudiera entenderse como la definitiva, el golpe final. No es así para Jerusalén; a pesar de su devastación, alcanzará todavía un esplendor y fama mayores. La razón para esta visión alentadora es que Dios está con ella.
“Vuestros huesos florecerán como un prado”: La tristeza seca los huesos (cf. Pr 17,22), lo repite en varios momentos la Biblia. Por el contrario, la alegría, el gozo, provoca vida en los huesos, como la humedad en la hierba. ¡Qué intuición tan genial! Tal vez entendían que el cuerpo se iría formando de dentro hacia fuera y los huesos serían lo primero en aparecer, de ahí los tejidos, músculos, carne. Ahora sabemos que es en los huesos donde se generan las células de la sangre, el alimento vital de nuestro organismo. La Palabra de Dios, por tanto, empuja al potencial óseo a vibrar provocando vida y no dejar de hacerlo, a pesar de que todo a su alrededor sea árido y seco.
Los enviados de Jesús llevaban anuncio de paz y de Reino. Fueron, hicieron conforme el Maestro les había indicado, y volvieron contando entusiasmados lo sucedido. Los ojos entusiastas de los discípulos primerizos pueden ignorar las escenas más desconcertantes. Pero, con algo más de recorrido, ser harán visibles: las injusticias clamorosas, el sufrimiento de los inocentes, vidas desaprovechadas, a la deriva, y otras que se acaban demasiado pronto. La opresión puede llevar a una mayor unidad, la injusticia a una lucha por mejorar las condiciones, el enemigo común a una lucha también comunitaria…
Así parecía con la pandemia, que cabía entenderse y creo que muchos así lo concebíamos, como un momento para la renovación, para volver a lo esencial, para recuperar vínculos y fortalecer… para una humanidad más consciente, sensible y fraterna. Pero no parece haber sido así. Hemos malgastado toda una pandemia: todo el dolor, miedo, preocupación, propósito de mejora… desaparece en la medida en que la visibilidad del riesgo se diluye. Tanto o más que antes, pensamos en lo nuestro sin contar con lo del otro, con lo de todos. Da la impresión de que hemos malgastado la posibilidad de cambio de la pandemia y que tanto sufrimiento, enfermedad y muerte no nos ha interpelado realmente para nada.
El potencial de nuestros huesos para que florezcan como un prado y contagien pasión por la vida en Cristo, por la aceptación del madero de la Cruz como un umbral para la esperanza y la vida. No hace falta esperar a que lo hagan los otros: ¿tienes huesos? Ánimo, deja que el Espíritu de Dios los haga florecer, los haga ser generadores de vida. Déjalos llevar de la fuerza del Señor, del entusiasmo por la vida, de la preocupación por el que sufre. No esperes a que se anticipen los otros; mírate a ti e irradia lo que Dios ha puesto en ti, porque tus huesos están creados para ello.
Es la hora de la ternura. Isaías describía a Jerusalén con rasgos maternos, como una madre que da el pecho a su hijo hasta saciarse, como la madre que lo lleva en su regazo para acariciarlo. El poder renovador de los huesos no solo está vinculado a la fuerza, sino también a la caricia. Es la hora de hacerse fuertes en la determinación porque los huesos florezcan, y de estimular trabajo con la caricia de la acogida y el cuidado mutuo.
El definitivo prodigio de los huesos es su docilidad al poder de Dios en ellos para que florezcan en su plenitud, la resurrección. El oído atento a la Palabra de Dios podrá causar una transformación potentísima en orden a la gloria que irradie la presencia del Señor moviendo a la vida y la esperanza.