Jer 1,4-5.17-19: “Desde ahora te convierto en plaza fuerte... frente a todo el país”.
Sal 70: Mi boca contará tu salvación, Señor.
1Co 12,31-13,13: El amor es paciente.
Lc 4,21-30: Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
El amurallamiento de las ciudades antiguas buscaba protegerlas de los posibles peligros que llegasen de fuera. Para atacarla se buscaba la fisura, la parte más frágil y abrir una brecha por donde colarse. La coraza de la ciudad protege el tesoro de su interior, que son sus habitantes y sus viviendas. La fortaleza y resistencia del muro protector al servicio de la fragilidad del pueblo.
La muralla que el Señor le dio a su pueblo para los ataques más lesivos tenía cochura de profeta. Pero en este caso las lesiones no vendrían de fuera, sino de dentro, del mismo pueblo a quien se quería proteger. Un solo profeta, como plaza fuerte, columna de hierro, muralla de bronce, resistiendo a toda una nación. Demasiadas pretensiones para un hombre solo frente a tantos. Pero es Dios el que da la robustez y consistencia. Tiene que custodiar algo muy valioso que es la alianza de Dios con su pueblo. El profeta defiende, ante todo, con la Palabra. Dios se la entrega para que la proclame y revele la verdad que Dios quiere comunicar a los suyos. Estos se resisten, porque la Palabra es exigente, no tolera las injusticias, rompe el cerco de seguridad y comodidad, protege a los pobres y desvalidos. En cierto modo incomoda, pero al que no ama o no quiere hacerlo; el que no ama a Dios ni a los vecinos.
Precisamente fue un vecino el que vino a hablarles a los nazarenos con una palabra de profeta. Primero proclamó la Palabra de Dios en el profeta Isaías, luego comentó esta Palabra aplicándosela a Él como el anunciado. Parecía que todo lo que sus paisanos habían escuchado de Él corroboraba lo que ahora decía y lo acogieron con admiración. Las expectativas eran grandes, aunque se coló cierta sospecha sobre la calidad de Jesús por conocer su procedencia, de una de las familias de Nazaret. A fin de cuentas, Nazaret tampoco se distinguía por sus maestros y menos por ningún tipo de Mesías. En vez de encauzar esas sospechas para seguir presentándose con un perfil alto, Jesús hace unos comentarios provocadores con el aval de la Escritura. Los profetas Elías y Eliseo no fueron enviados por Dios para asistir ni a cuidar sino a dos extranjeros, a pesar de que hubiera muchos necesitados en Israel. Los paisanos de Jesús se sintieron agraviados. El paso de la admiración a la indignación fue instantáneo y quisieron acabar con su vida.
Lucas nos sitúa al comienzo de la vida pública de Jesús, con este primer episodio relatado con detalles en Nazaret, con el carácter polémico de su protagonista. No deja indiferentes. E invita a conocerlo a través del relato de su Evangelio. De algún modo anuncia ya desde el principio el rechazo de la nación judía y el final trágico de su vida. Él se lo busca, porque busca cumplir con la voluntad del Padre y ser muralla de defensa del amor de Dios por su pueblo para alentar a su pueblo al amor de Dios.
Pablo lo entendió así y su homenaje a la caridad es una invitación a dejarnos convertir por Dios en murallas del material más resistente frente a cualquier agresión: el amor. Nos convierte en vulnerables para fortalecernos en Cristo, quien se dejó matar por amor y fue resucitado por Dios por amor. Más todavía que el profeta, recibimos por Dios la capacidad de ser baluartes y plazas fuertes de su misericordia, elevando en nosotros el testimonio más radiante de su poder desde el amor, que defiende y conquista. La comunidad de los hermanos, la Iglesia, amurallada por el amor lo aguanta todo, lo resiste todo, lo conquista todo por el Espíritu que actúa en ella. Al contrario, la falta de amor o el desamor la hace vulnerable, ruinosa y decadente. Ahí aparecen las fisuras por donde se cuela la maldad y la ciudad de Dios queda enturbiada y ensuciada. Somos nosotros los testigos y testimonios de ese amor. El Espíritu de Dios está con nosotros, ¿Quién, entonces estará contra nosotros?