El suelo nivela a todos desde un mismo rasero, el de la tierra. Desde ahí arranca todo lo humano, desde ahí al principio de su medida. Aunque haya cabezas que sobresalgan sobre otras, igualmente se nivelan en su distancia hacia el cielo. Frente a tales dimensiones, qué más dan unos centímetros más unos centímetros menos. En una palabra, participamos, sin exclusión de nadie, de un común coincidir en la base sobre la tierra y la enorme distancia, abismal, hasta el cielo.
Esta plática sobre la tierra no tiene otra finalidad que poner en sintonía con el tema fundamental de las lecturas de este domingo: la virtud de la humildad. La etimología delata lo que esconde: sabor a tierra, al humus del que todos partimos. Ya no solo por sostener nuestra planta en él, sino por estar hechos de esta tierra que no puede elevarse sino modestamente más allá del lugar de arranque. Tierra de la cabeza a los pies, sin que de los pies a la cabeza pueda destacarse especialmente su altura, por muy enhiestos que nos pongamos. De esta tierra nuestra puede decirse que da la medida de lo que somos, y también de lo que podemos llegar a ser (que no se queda solo en tierra).
Una particularidad de cualquier pedazo de terreno es su ubicación. Tan sujeto al espacio, no puede prescindir de un lugar. A esto estamos sujetos también nosotros, terruños animados. Pero como un realidad viva, con un movimiento de búsqueda que anhela esa posición en el mundo. Encontrarla trae paz y felicidad.
Para los judíos fariseos y otros fieles piadosos la comida se había convertido en un lugar de importancia capital para la expresión de su fe. En muchos sustituía en cierta medida al culto del templo, en manos de los saduceos. Representaba un pequeño universo, un microcosmos, donde lo que se comía, cómo se comía y con quién se comía había de ser cuidado delicadamente. Era la anticipación más expresiva del banquete definitivo del destino último feliz y perpetuo. La posición en la mesa del banquete simbolizaba asimismo la que uno tenía en la sociedad y la que habría de tener en el Reino. A veces las vinculaciones desajustadas entre tierra y cielo ofrecían extrañas expectativas. El motivo de su desajuste radicaba, fundamentalmente, en el desprecio de la tierra. Cuando más a tierra parece la condición de una persona, menos apetece sentarla a tu lado. Saben demasiado a tierra la pobreza, la tara física, la discapacidad en cualquiera de sus formas, la enfermedad, la fragilidad, la ancianidad… Puesto que estamos constantemente dispuestos en actitud de despegue, cuesta acercarse o dejar que se acerque aquello tan quebradizo y endeble. No estamos dejos de la actitud de los fariseos y sus seguidores, cuyo criterio se regía por las normas de pureza.
Amar la tierra de la que estoy y están hechos todos los humanos es el principio de la virtud de la humildad. Es más, aprender a amarla en lo desconcertante de ella, donde descubrimos lo menos bello y apetecible y esperable. Porque de ello está especialmente enamorado Dios, y quien ama lo que Dios ama adquiere acceso a lo celeste. La tierra se convierte en terreno irrigado por el Espíritu de Dios para una fecundidad insospechada por lo abundante, por lo prolijo, por lo multiforme, por lo fraterno. Cuánta belleza divina imperceptible, por centrar la mirada en lo que Dios no pretendía. El amor a la tierra que somos: la mía, la tuya, la de todos, nos facultará para encontrar nuestro lugar en la mesa compartida con el Señor para toda la humanidad. Y gozaremos con ello.