Hch 15,1-2.22-29: Hemos decidido, Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables.
Sal 66,2-8: Oh, Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
Ap 21,10-14.22-23: Me enseñó la ciudad santa, que bajaba del cielo.
Jn 14,23-29: El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho.
Había casa nueva recién estrenada y su propia estructura pedía más anchura, para que creciera el espacio para aumentar familia. Tenía la impronta del Maestro constructor que la había erigido y el movimiento del Espíritu, que la mantenía viva y capaz de crecer. A ellos tendrían que dirigirse sus moradores si querían ser fieles a la construcción. Creció entre las grandes ciudades del Imperio. Se les comenzó mostrando a los de la casa antigua, la del Pueblo de Israel, que conocían la historia del amor de Dios por este hogar. No aceptaron a Cristo como Señor y renunciaron a formar parte de la familia. Sin embargo asombró a muchos paganos, que no sabían de casas previas ni del Dios de los judíos, pero quisieron pertenecer a la fraternidad. Les sedujo el Evangelio de Jesucristo predicado por sus discípulos.
La casa cumplía con su diseño. Pero algunos de dentro quisieron imponer sus propios criterios a estos nuevos hermanos: “No habrá casa nueva para quien no cumpla con las prescripciones de la antigua”. Exigían costumbres de judíos para los cristianos que se habían incorporado desde la gentilidad. Obraban al margen de los apóstoles, al margen del Señor, al margen del Espíritu. Sus criterios eran particulares y pretendían una carga innecesaria. ¿En qué beneficiaba la circuncisión, el cumplimiento del sábado, los ritos de purificación ante la Nueva Alianza establecida por Cristo? Demasiada importancia concedían estos cristianos judaizantes a los preceptos rituales antiguos. No habían asimilado la novedad del Crucificado.
Se reunieron los apóstoles para discernir y decidir. Tenían que escuchar al constructor y dueño y esposo de la casa y al Espíritu Santo. Una decisión acertada pasaba necesariamente por la búsqueda de la voluntad de Dios. Y Dios no impone cargas sin necesidad. Esta primera crisis en la Iglesia iniciaría una historia de divergencias donde no siempre se le ha prestado oído a Jesucristo y su Espíritu. La escucha atenta al Espíritu de Dios sería el criterio para el gobierno del hogar y su crecimiento y su movimiento. Abandonarlo ocasionaría heridas en la unidad de la Iglesia y graves pecados que lastimarían la comunión de los hermanos. También la dificultad para que los de fuera descubriesen el encanto de este hogar y la belleza de su Cristo.
¡Qué preciosa la Iglesia amada por Dios respondiendo radiante a ese amor! Lo que ya está en camino culminará un día. El redactor del Apocalipsis contemplaba en prefiguración aquella Iglesia definitiva y lo describía sin escatimar en recursos para ofrecer la visión de una ciudad espléndida, construida con los materiales más valiosos y hermosos. A Dios le tiene que sonar a prevaricación lo que los cristianos estamos haciendo con su Iglesia, pero Él sigue confiando en nosotros y no dejará de intentar una y otra vez, para que resplandezca en medio del mundo como lucero y sea manifestación de la belleza de nuestro Dios y Señor.
Cuando hizo la promesa de su Espíritu, hacía la promesa de la unidad, de la comunión, de la verdad. La Iglesia no está para imponer cargas de las que Dios quiere, sino para evangelizar y acoger y facilitar el perdón y el crecimiento de cada persona en Cristo y para que reina la Verdad la Justicia. Nada de esto sin el Espíritu de Jesucristo; nada sin que lo busquemos a Él para que nos diga y nosotros hagamos.