Hch 2,42-47: Celebraban la fracción del pan en las casas y comían juntos.
Sal 117: Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia.
1Pe 1,3-9: La fuerza de Dios os custodia en la fe para la salvación.
Jn 20,19-31: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
¿Puede ser que el lugar donde se reunieron los discípulos de Jesús tras su muerte fuera el mismo de la Cena de despedida? Es probable. La misma sala que había sido empleada para un banquete de transcendencia universal y aun cósmica, con capacidad expansiva hacia la eternidad, quedaba, con el Maestro muerto, para la reclusión de los suyos. El centro del universo puede convertirse en una especie de agujero negro si se impide cualquier apertura al exterior.
El resucitado entra en un lugar hermético convertido en coraza por el miedo de sus discípulos. La clausura interna endurece los espacios y los hace impenetrables. La efusión del Espíritu Santo por Jesucristo resucitado cautiva de nuevos los corazones con el encuentro con su Señor: los sentidos absorben la evidencia de su presencia y desmantelan los reparos de la mente y el corazón. De este modo abre Jesucristo, desde dentro y con la entrega del Espíritu vivificante para que dilate las fronteras
Con el Espíritu no solo hay apertura, también misión. Su origen está en el Padre, que se la ha encomendado al Hijo para que, a su vez, implique a sus discípulos. Lo que llegó del Padre, al Hijo y a los discípulos no pudo hacerse sin el Espíritu, el coprotagonista de la misión. El reconocimiento de Jesucristo Resucitado hace posible recibir el Espíritu.
El mensaje de la Resurrección no alcanzó a enternecer al ausente Tomás, que no se encontraba en el lugar apropiado, junto con los compañeros, la Iglesia naciente. Y tampoco lo “ya enternecidos”, los que habían sido convencidos por el Resucitado consiguieron ni individualmente ni en comunidad como Iglesia, una vez que Tomás ha regresado, perforar su clausura. Tomás pide una evidencia de la muerte revertida, de lo definitivo postergado, de un recurso más convincente que la sentencia final. Pide, aunque parece que poco convencido, un encuentro con el Resucitado desde los signos de su muerte. Se parece a los judíos que piden signos para acreditar la presencia divina. Los supera en su petición: quiere la evidencia más contundente y paradójica, que Dios le demuestre por los signos de la Cruz (absolutamente convincentes), la nueva realidad (de la que desconfía categóricamente). Llevaba consigo su propia clausura, la de unas razones ante las que resbalan las razones de otros que le aseguran lo contrario.
Su comunidad se lo había ofrecido con su testimonio, ¿no le pareció suficiente o bueno o legitimado? Le dio el Señor a Tomás lo que había pedido y a las demás generaciones de cristianos la enseñanza de la fe sin evidencias, el poder de convicción del Espíritu sobre los razonamientos propios, parciales y estrechísimos. La declaración del apóstol Tomás llenó la sala con el mayor reconocimiento del Maestro en lo que es: “Señor mío y Dios mío”.
Apostilla luego el evangelista que los signos que aparecen en el Evangelio están escritos para creer y, creyendo, tener vida. La Palabra es un fuerte testimonio para creer y tener vida, pero también la Iglesia que custodia y transmite esta Palabra. Si no resulta convincente puede deberse a que los receptores del mensaje están distantes como Tomás de las evidencias que les cabe esperar o, puede ser también, que la Iglesia esté cerrada en sus miedos y preocupaciones y limite drásticamente su acción, la del Espíritu, interrumpiendo a mucha gente en el encuentro con Cristo. El desarrollo de lo opuesto lo distinguimos en la actividad de la primera comunidad cristiana que describe la primera lectura. El creyente, llevado por el Espíritu, encuentra dilatada al máximo la vida y cuánto fruto da.