Is 60,1-6: La gloria del Señor amanece sobre ti.
Sal 71: Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra.
Ef 3,2-3a.5-6: también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo, y partícipes de la misma promesa en Jesucristo, por el Evangelio.
Mt 2,1-12: Cayendo de rodillas lo adoraron.
Por los relatos antiguos de los que disponemos sobre tradiciones en el mundo antiguo, parece que había una fiesta en Alejandría de Egipto y parte del Oriente dedicada a celebrar el aniversario del nacimiento de una divinidad. El nombre común para este aniversario era “epifanía”. En aquella época eran habituales las divinidades vinculadas con el sol y, seguramente por un desplazamiento de la fecha a causa del uso de un calendario diferente, este aniversario “solar” se celebraba en la noche del 6 de enero. No extraña que los cristianos aprovechasen la festividad pagana para orientarla con un contenido donde la celebración no era por la divinidad de turno, sino por Jesucristo, el Hijo de Dios, el que había nacido como el sol en crecimiento del calendario, para traer la luz. Era la “epifanía” del Señor. El uso romano, adaptado a otro calendario, hizo que esta misma fiesta del nacimiento de Cristo, muy probablemente iniciada con posterioridad a Egipto, pretendiese suplantar a la llamada del “sol invicto”, con una simbología cósmica similar a la alejandrina. Aquella se celebraba antes, el 25 de diciembre. De ahí que convergiesen en el mundo cristiano dos fechas de la celebración del mismo misterio del nacimiento del Señor: una en el ámbito occidental (25 de diciembre) y otra en el oriental (6 de enero).
En estrecha proximidad de contenido a la fiesta del nacimiento de Jesucristo en Belén, la solemnidad de la Epifanía se entiende como la manifestación del Señor a todos los pueblos. La tercer gran fiesta de este tiempo de Navidad, y la que lo clausura, es el Bautismo del Señor, con el que celebramos la unción del Espíritu y el inicio de su vida pública.
La Epifanía nos invita a una mirada que traspase el límite de lo particular, de lo local, lo católico e incluso lo cristiano, para tener en cuenta el carácter universal de la Salvación que trae Jesucristo, el Salvador. Unos magos de Oriente, unos sabios observadores e intérpretes de los astros en sus movimientos descubren en sus investigaciones un gran acontecimiento y hacen un largo recorrido para encontrarse con Aquel anunciado por una estrella que les había servido de guía. Nada de la naturaleza es ajeno al Hijo de Dios; todo ha sido creado por Él y todo alcanzará su plenitud en Él. Todo camino de búsqueda honesta apunta hacia Dios y ha de provocar, como resultado, su hallazgo. El universo manifiesta de un modo extraordinario al soberano por el cual todo existe. La lejanía podrá hacer más largo el camino de búsqueda, pero tiene su meta en el mismo Jesucristo. La cercanía de Herodes, por vivir cerca de Belén, por disponer de la Palabra a la que consulta por medio de los sumos sacerdotes y escribas, no le va a facilitar el encuentro con el pequeño. Su búsqueda está motivada por el poder y el miedo; su actitud es envidiosa y criminal. Así nunca llegará a la sabiduría ni a la adoración del Sabio.
Detenido en su palacio, Herodes daría vueltas al pánico por su destronamiento, en clausura de sí. Los magos, alejados en distancias de meses de su hogar, cayeron de rodillas y lo adoraron. ¡Cuánta grandeza tuvieron que encontrar en el Niño para ese gesto! Su admiración culminó en un signo de adoración, de algún modo, de reconocimiento de la divinidad del Niño. Y se marcharon.
Llegaron de Oriente y sin ser judíos. Muy lejos, quizás de la patria primera de Abrahán o de más allá. Aquellos forasteros supieron y aprovecharon más al Hijo de Dios nacido en la carne de una Virgen que la mayoría de los paisanos de Judea. La humildad es un requisito para que el cristiano tenga presente que Cristo no puede ser agotado en los cristianos y han de venir muchos, creyentes en otras religiones y no creyentes, que acercándose de un modo y otro al misterio del Dios encarnado nos aporten riquezas insospechadas. También reside el Señor entre ellos y también son ellos inspirados por el Espíritu Santo para pensar y hacer y decir. Llegaron de Oriente con ofrendas sustanciosas para el pequeño, con su ciencia parlante sobre la grandeza de Dios reconocida en un bebé. Seguirán llegando de Oriente y del Sur y del Oeste o el Norte con su pobreza y sus vidas apremiadas por la guerra o el hambre a enseñarnos cómo puede estar Dios entre ellos más aún que en muchos bautizados. A nuestro Señor no lo secuestramos por el título de hijos de Dios recibido en el bautismo, sino que nos dejamos cautivar por Él de muchos modos, también a través de lo que nos ofrecen tantos magos venidos de tantos lugares a que reconozcamos lo que tal vez no adoramos en Jesucristo.
Lucero de Niño para todo el que quiera luz, que no dejará de alumbrar a la humanidad. Solecito de epifanía, que nadie se quede sin claridad. No nos quedemos a oscuras, porque despreciamos sus rayos que llegaron por donde no esperábamos para despertarnos de una fe tal vez aletargada, tal vez acomodada, tal vez descuidada. Cuánto aportan los de fuera, vengan de donde vengan, y nosotros a veces nos decepcionamos porque esperábamos que trajesen consigo oro y las otras cosas. Hay muchos que traen, traen su nada, su miseria, su pobreza… ¡Qué parecidos al pequeño de Belén! ¿No será que nos acercan de veras al Niño? ¿Le daremos la razón a Herodes? No es cristiano, al menos de este Cristo, rechazar la acogida al que llega de lejos tan al modo del Hijo de Dios en la carne.