Gn 3, 9-15: “¿Dónde estás?”.
Sal 129, 1-8: Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa.
2Co 4, 13-5, 1: Todo esto es para vuestro bien.
Mc 3, 20-35: “El que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás”.
El alimento que ingerimos no se detiene en la boca. Pasará más hacia dentro colándose por muchos orificios para quedarse repartido por un lado y otro. Y allí llevará lo que tiene: si sano, nutrientes vitales; si nocivo, perjuicio para el cuerpo. El daño se deja notar pronto bajo el síntoma de molestias, y así se queja el organismo, aunque no sepamos realmente qué nos pasa. Para llamar por su nombre a nuestras indisposiciones y sus consecuencias encontraremos una buena ayuda en el especialista sanitario.
Comió Adán, porque le ofreció la mujer, Eva, porque el fruto les pareció apetecible. Ambos comieron la mentira y su daño pasó a sus entrañas. Experimentaron que, tras aquella comida, las cosas no eran como antes, y se escondieron por miedo. El miedo es uno de los primeras consecuencias de la mentira, miedo a encontrarse con Dios, el que paseaba con el hombre cada tarde a la hora de la brisa como se pasea con un amigo. Quizás sin reparar en lo que había sucedido, sentían vergüenza y miedo y se escondieron. Pero Dios les salió al encuentro de nuevo y, al no ver a su criatura en el sitio acostumbrado le preguntó: “¿Dónde estás?, iniciando un diálogo. No era un interrogatorio de acusación, sino un descubrimiento del resultado de la desobediencia. El Señor fue sacando a la luz las consecuencias de su acción, fue descubriendo el pronóstico de un alimento perjudicial, para que el hombre supiera, y sabiendo aprendiera y prefiriera la luz.
Solo la relación dialogal con Dios esclarece desde la verdad, la verdad de quien más nos conoce y nos ama. Todo lo que no se armonice con el proyecto salvador de Dios personal y universal será mentiroso; todo lo que rechace proclamar a Jesucristo como Dios y Señor, como el Hijo de Dios hecho hombre y crucificado por nuestra salvación y resucitado al tercer día será falaz. La conversación con Dios es imprescindible para conocer la verdad de lo que somos y ha de ejercitarse constantemente; constantemente tendemos a justificar lo que no está bien, condescendiendo con nuestras mentiras. La verdad resulta, no pocas veces, molesta, exige desenmascarar nuestras intenciones egoístas y aprovechadas. ¿Por qué hago esto o aquello? ¿Me lo está pidiendo Dios? Lo que no pide Dios no viene de Él y es mentira.
A Jesús se le identificó con el príncipe de la mentira, Belzebú. Y es la mentira, le negativa a reconocer la Verdad, la oposición a contrastar nuestras sombras con la claridad de Jesucristo, Camino, Verdad y Vida, la que atenta contra el Espíritu Santo. Obstinarse en la propia falsedad es tratar a Dios como mentiroso y renunciar a que sea su proyecto y no el nuestro el que prospere. De nuevo diálogo, mucha conversación con Dios, pero conversación transparente que pretenda encontrarse con la verdad y no utilizar a Dios para sostener nuestras falsedades. Porque podemos utilizar a Dios para legitimar todo lo que hacemos y somos, sin ningún ánimo de cambio. Porque la verdad escuece, es molesta para la mentira, pero libera; la Verdad nos hace libres para la construcción de la vida y se opone al miedo de andar en amistad con Dios.
Da la impresión de que en nuestras oraciones no abunda el diálogo. Nos dirigimos a Dios, le pedimos, pero no escuchamos a lo que Él nos diga. La posible conversación la despechamos en un monólogo. No se le deja intervenir. Un ejercicio muy valioso es hacer diariamente una revisión de la jornada, donde descubrir las huellas de Dios en el día a día: en lo sucedido, en las relaciones con las otras personas, en lo que se movió internamente… Y, de este modo, aprender de su lenguaje en nuestras vidas. Porque Él sigue acercándose a la hora de la brisa a conversar con nosotros y a compartirnos cuánto nos ama, enseñándonos la verdad sobre sí y sobre nosotros.