Jr 31,31-34: Meteré mi ley en su pecho.
Sal 50: Oh Dios, crea en mí un corazón puro.
Hb 5,7-9: Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer.
Jn 12,20-33: A quien me sirva, el Padre lo premiará
¿Dónde encontrar lugar para que se perpetuasen los mandamientos de Dios a su pueblo? Las estrellas eran casi infinitas, pero muy lejanas; la arena del desierto en cantidades innumerables, pero tan mudable que, a poco que soplase el viento, borraría las letras trazadas en ella. Las Leyes de Dios encontraron idoneidad en unas losas de piedra y ahí se quedaron prendidas. Las Tablas de la Ley se convirtieron en el símbolo de la Alianza de Dios con Israel. Fuertes, duras, consistentes… aunque quebradizas; tanto como la fidelidad del pueblo hebreo, tan frecuentemente seducido por los diosecillos de los otros pueblos.
Y con todo, no fue suficiente la roca para dejar a la vista de su pueblo la Palabra eterna. Como si Dios quisiese estar más cerca de un pueblo que le ponía resistencias y lo olvidaba. Jeremías anunciaba una nueva Alianza, renovación de la antigua, para la cual ya no bastaba un soporte contundente (al modo de las antiguas planchas de roca), sino algo de más cercanía a la sensibilidad humana: su corazón. Allí, encrucijada de vida, se contempla la presencia de Dios en la persona y su acción, hasta darnos cuenta de que sin esa presencia y esa acción ¿qué queda, en realidad, del corazón humano? Está tan impregnado en lo divino que no puede entenderse sin Él, tanto en lo que le sucede como lo que tendría que sucederle.
Aquella presencia es tristemente olvidada y, claro, al descuidarse cualquiera de esos signos divinos en el corazón, se olvida de su propio corazón. Nuestros sentidos traen a la memoria agitando: especialmente cuando leemos y cuando vemos. Son dos modos de revivir o refrescar lo que nunca ha dejado de pertenecer a nuestro interior. Los griegos que se acercaron a Felipe pedían ver a Jesús. Habría llamado su atención. Y el maestro, en vez de acceder sin más a su petición, pronuncia un discurso con palabras de gloria, servicio, grano de trigo, muerte, fecundidad… que causan extrañeza. Bastaba con propiciar el encuentro, a no ser que hiciera falta conocer previamente y tener una predisposición para que el corazón de quien se acerque a Él pueda sintonizar con quien Él es realmente. Para allegarse a Jesús hace falta crecer, siendo capaces del interés por un Dios al que estamos desacostumbrados, y contemplarlo sufriente y crucificado, servidor y obediente, entregado y misericordioso. Y lo prodigioso es que, para el espíritu expectante (dispuesto, preparado, acogedor de la novedad) la contemplación de un Dios tal se ajusta a la perfección a las aspiraciones de su corazón y quiere hacerse obediente a Él para que sea quien lo guíe, para renunciar (y esto implica sufrimiento) a todo aquello que podría quitarle libertad o ya se la está limitando para escucharlo solo a Él.
Desde aquí, si nuestro corazón encuentra en el Maestro respuesta a sus inquietudes de vida, de sentido, de realización, ¿no implique que también ilumine sobre nuestra misión específica como discípulos suyos? En el corazón se encuentra la llamada y la respuesta o la negativa a la propuesta de Dios que solo se puede hallar en el encuentro con Jesucristo. Y, entre las propuestas, el seguimiento como aprendiz de pastor, de presbítero, de ayudante para acercar su Palabra, sus sacramentos, su compañía a los hombres.
Se anuncia ya próxima la fiesta de la Pasión, Muerte y Resurrección del Hijo de Dios hecho carne y corazón humano para nuestra salvación. Aún queda tiempo para que nuestro corazón encuentre los medios para sintonizar con el Maestro entregado y Crucificado, si no, podrá pasar ante nosotros sin que nuestra indiferencia le permita cautivar con novedad nuestro corazón.