Dt 18,15-20: “Suscitaré a un profeta de entre sus hermanos”.
Sal 94,1-2.6-9: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.
1Co 7,32-35: Quiero que os ahorréis preocupaciones.
Mc 1,21-28: Se quedaron asombrados de su doctrina, porque no enseñaba como los escribas, sino con autoridad.
Por muchas palabras que salgan de una boca y mucho énfasis implicado en la expresión, no alcanzarán suficientemente su destino sin ese elemento, ese “algo” que hace verosímil y útil el mensaje.
Los habitantes de Cafarnaúm habían escuchado, y seguramente con gusto, a los escribas, que les hablaban de Dios. Los escribas eran especialistas en la ley de Dios que la estudiaban y la explicaban al pueblo; verdaderos maestros de los mandatos del Señor y de gran reputación entre los judíos. En cambio nunca habían oído a nadie que hablase como este nuevo maestro que se presentó en su sinagoga aquel sábado. La diferencia se encontraba en la autoridad. Es distinto transmitir conocimientos que expresar la propia vida. El Nazareno convencía y era capaz de suscitar preguntas entre sus oyentes.
Pero los de Cafarnaúm no solo oyeron, sino que también vieron. Ante Jesús que habla se presenta un hombre poseído por un espíritu inmundo (un demonio) que grita. Las palabras que causan admiración y reconfortan se enfrentan a unos gritos que atemorizan y desasosiegan. Podemos incluso recrear la imagen y verla con la imaginación como si estuviéramos presentes. El pueblo permanecería expectante ante ese combate entre el espíritu inmundo y Jesús. Con su palabra el Maestro de Nazaret ha llegado a penetrar en el interior de su auditorio, ahora su palabra va a imponerse sobre el ámbito de dominio del espíritu inmundo. Esta era una denominación judía para hablar de los demonios. Su soberanía la ejercen sobre las personas a las que controlan, pretendiendo deshumanizarlos. De ahí los gritos y las reacciones violentas. Aunque este espíritu inmundo conoce a Jesús y su condición: “Sé quién eres: el santo de Dios”, no tiene ningún poder sobre Él. Al contrario, Jesús lo increpa y se va del hombre, que libre ya de este dominador déspota, recupera su libertad.
El primero de los milagros que recoge el evangelista san Marcos es la expulsión de este espíritu inmundo, es decir, la liberación de una persona de la soberanía del mal. La autoridad de su palabra es capaz, no solo de llegar al corazón de sus oyentes, sino incluso de apartar a los demonios y anular su dominio en el hombre, lo que no puede hacer ningún escriba. Su autoridad revela algo nuevo, que viene de Dios, que tiene soberanía para prevalecer sobre el mal, porque es Dios mismo el que habla y actúa. Este pasaje anuncia todo el evangelio de Jesucristo, que desarrolla el evangelista Marcos y se encumbra con su muerte y resurrección. Hasta entonces nadie podrá decir con corrección sobre Jesucristo, porque solo tras su derrota en la cruz y su victoria con el sepulcro vacío se puede conocer quién es el Hijo de Dios hecho hombre. Por eso manda callar.
El que no puede callar es Dios. Sin embargo, su voz les parecía tan terrible a los israelitas, tan sublime, que pidieron profetas para hablar en su nombre. Al modo de los escribas, tendrá que saber de las cosas de Dios, estudiarlas y comunicarlas, pero, todavía más, habrá de tener experiencia de vida divina, pasando mucho tiempo de conversación con el Señor. Solo así hablará con la autoridad suficiente para transmitir lo que el Altísimo le dice al pueblo.
El apóstol de los gentiles, Pablo, profeta tras la resurrección de Cristo y el envío del Espíritu Santo, ofrece su valoración de la vida célibe, para una mayor dedicación al Señor. Recuerda la conveniencia de la consagración a Dios en este estado de vida y, desde ahí, nos tendríamos que ver interpelados, sobre todo aquellos que aún no han asumido un compromiso de por vida, a descubrir la vocación escogida por Dios para cada cual.
No basta con asumir un cristianismo genérico, sino que ha de concretarse en una elección acorde con lo ofrecido por Dios. Es mucho ya - lo tenemos presente en esta Jornada de la Infancia Misionera – encontrarse con Cristo y dar testimonio de su Evangelio de amor, pero aún mejor, hacerlo sabiendo del lugar especial e idóneo preparado por Dios. Si nos convencemos de su autoridad, seguramente tenga algo que decir importante para nuestra vida.