1Sm 3,3-10.19: “Aquí estoy; vengo, porque me has llamado”.
Sal 39,2.4ab.7.8-9.10: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad.
1Co 6,13c-15a.17-20: ¿Es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?
Jn 1,35-42: “Venid y lo veréis”.
¿Quién no busca maestro? Hoy los solemos llamar profesionales. El maestro albañil, el maestro carpintero, mecánico, electricista, gestor… nos auxilian donde nuestros conocimientos no son suficientes. En ellos interesa la solución, no tanto el camino para dar con ella. Su maestría está, ante todo, fundamentada en la experiencia, y esto los capacita para enseñar también a quienes quieran participar de su arte, en lo que no se aprende exclusivamente en la teoría, sino en el ejercicio constante. Y ¿quién nos enseña sobre el arte de vivir? En la familia recibimos las primeras y fundamentales enseñanzas entre nuestros familiares (padres, hermanos, abuelos…) quienes, más experimentados que nosotros, nos han enseñado. Muchos maestros y todos aprendices, porque que el que de verdad sabe y nos puede enseñar sobre la vida es Dios. Por eso es vital dar con maestros, que, ante todo, nos enseñen a mirar hacia el Señor.
Las lecturas de este domingo nos hablan de maestros, maestros sobre Dios. El pequeño Samuel lo tuvo en Elí, el anciano sacerdote, que tras las tres llamadas a Samuel por su nombre en la noche, entendió que era Dios el que pronunciaba el apelaba al pequeño, y a Él lo dirigió. Dos galileos (Andrés y otro no identificado) buscaban maestro de la vida, y encontraron a Juan, el Bautista. Encontraron la voz que clamaba en el desierto: “Preparad el camino del Señor” y que bautizaba en el Jordán con un bautismo de conversión; encontraron un hombre íntegro, manifestado en su vida austera, penitente y piadosa. Pero, cuando su maestro Juan les señaló quién era el Cordero de Dios, cambiaron de maestro: de Juan a Jesús. Tras estar con Él media jornada, descubrieron, no ya a un maestro mejor, sino al Mesías (como le informa Andrés a su hermano Simón): vivieron con Él y comprendieron la maestría hecha vida en su persona.
La maestría de Juan el Bautista es tan limitada como su propia misión: señalar al Mesías y, una vez aprenden esto sus discípulos, él se aparta cediendo el lugar a otro de quien hay que aprender más, pues él ya no tiene nada más importante que enseñar. Era la experiencia de Dios la que lo legitimaba para hablar de Dios. El encuentro con Dios mismos hecho carne, hace que todos los demás maestros sean pequeños en comparación con Jesucristo.
El discípulo de este Maestro de Nazaret está llamado a participar también de este magisterio, sin dejar nunca de ser alumno aprendiz, pues quien tiene experiencia de Dios, quien pasa el tiempo con el Señor, puede y debe enseñar a los demás, principalmente con su vida, dónde está Él. Debe interpretar los acontecimientos, experiencias, encuentros, frustraciones, afectos y todo el rico mundo interior del corazón y la mente, desde las enseñanzas de Jesús de Nazaret, para saber si Dios está o no está ahí.
Otro discípulo del Maestro, Pablo, convertido en maestro para muchos, nos interpela para que vivamos cuidando nuestro cuerpo, evitando dejarnos llevar por lo que no construye la gloria divina en nosotros. Jesucristo resucitado es Maestro de corporeidad gloriosa, de Él debemos aprender a que nuestra carne se deje construir por el Señor en todo aquello que prepara también su gloria, su resurrección, y que no la reduce y la disminuye como objeto de deseo y de pasión seca, ausente de Dios.
¡A ser maestros de Dios!, mientras aprendemos de Él por medio de tantas personas y experiencias mediante las cuales nos enseña. El cristiano que renuncia a aprender y enseñar o se convertirá en un mal maestro o renunciará a una obligación, dificultando que otros se acerquen a Dios donde él tenía que ser guía como el que señala dónde está el Cordero de Dios.