Is 40: Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios.
Sal 84,9ab-10.11-12.13-14: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
2Pe 3,8-14: El Señor tiene mucha paciencia con nosotros.
Mc 1, 1-8: “Yo envío mi mensajero delante de ti”.
Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. El evangelista Marcos, el más antiguo de los cuatro (escrito hacia el año 70), inicia su obra de modo contundente y claro, profesando que Jesús, el Cristo, el Maestro de Nazaret es Hijo del Altísimo. A lo largo del relato evangélico se va a encargar de demostrarlo, concretándolo con sus obras, sus palabras, los acontecimientos de su vida hasta su muerte en cruz, donde un centurión romano va confirmar, sobre el Calvario, esa misma aseveración con que arrancaba el evangelio: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). Marcos coloca junto a la cruz el único testimonio de un humano en todo su relato sobre la filiación divina de Jesucristo. ¿Tendremos que acercarnos a la cruz para reconocerlo nosotros como tal?
Muy pronto cobra también protagonismo en Marcos el personaje de Juan el Bautista. Lo presenta como el precursor de Jesucristo Hijo de Dios, que prepara su llegada. Vincula su intervención a las palabras del profeta Isaías (Is 40,3) que hablan de un mensajero enviado por Dios para invitar a disponerse a un acontecimiento importante. Lo que Isaías anunciaba quinientos cincuenta años antes era la proximidad de una nueva situación para el pueblo judío deportado en Babilonia. Se había oído hablar de Ciro, el gran rey persa, que estaba derrotando a los babilonios en muchas partes de su imperio y manifestaba un comportamiento de tolerancia y respeto hacia los pueblos que se anexionaba y sus tradiciones y religiones. Casi se podía tocar ya la liberación de los israelitas. Isaías habla de consuelo: “Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios”. Pero esa liberación será muy parcial, solo física, si no han reparado antes en su corazón el motivo de su desgracia: la desobediencia y la infidelidad a su Señor. Solo palpando en su interior el pecado, solo desde el arrepentimiento, podrá haber consuelo.
También los preparativos con los que va asociado Juan el Bautista atañen a una conversión personal. Su atuendo y modo de vida, que se detiene Marcos en describir sucintamente, nos habla de una persona de austeridad y penitencia. Quiere despertar la conciencia de sus paisanos, para que, reconociendo su pecado, preparen el camino para el que viene detrás de él, y más fuerte que él. El Bautista emplea agua en un rito que expresa el arrepentimiento personal. Se acercan a recibirlo muchos judíos de Judea y Jerusalén. Y anuncia otro bautismo, ciertamente eficaz, por parte del que ha de venir, que será con Espíritu Santo.
Parece, entonces, siendo el pecado la antítesis de la entrega redentora de Jesucristo en la cruz, reconocerlo en la propia vida abre a reconocer también la intervención de Dios en nuestra historia y al Maestro como Hijo de Dios que viene a liberar a quitar el pecado del mundo. La paciencia de Dios con nosotros, a la que alude la segunda carta de Pedro, es su pedagogía, porque ofrece una oportunidad tras otra para que nos demos cuenta de nuestras desobediencias a Dios, de nuestras desgracias por el daño del pecado y nos arrepintamos y reconozcamos a Jesucristo como Hijo de Dios, para comenzar una vida nueva.
Para que nuestra vida se convierta, de algún modo, en Evangelio, siendo testimonio vivo ante los demás de que Jesucristo es verdaderamente Hijo de Dios y ha hecho maravillas con nosotros, mayores aún que las que hizo con el pueblo de Israel.