Sb 7,7-11: Invoqué y vino a mí un espíritu de sabiduría.
Sal 89, 12-17: Sácianos de tu misericordia, Señor, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Hb 4,12-13: Todo está patente a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas.
Mc 10,17-30: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?”
La tradición atribuye este pasaje del libro de la Sabiduría al rey Salomón. Se encontraría al inicio de su reinado, tras suceder a su padre David. Dios le salió al encuentro y le pidió a Salomón que le pidiese. ¿Qué pedirle al que todo lo puede? La mente de un rey trajina entre pensamientos reales y no es difícil que desvaríe y olvide su misión de servicio, mirando para sí y olvidándose del pueblo. ¿Más poder, más territorio, más gloria, más riqueza, más años de trono…? Pidió sabiduría, y el reino se iluminó un poco más. La sabiduría no se sirve a sí misma, sino que existe para compartirse y beneficiar a muchos. El Maestro de maestros le concedió a Salomón lo que habitualmente se adquiere con muchos años y un duro trabajo. Aunque en otras ocasiones basta con un espíritu sencillo que descubre la luz divina y la acoge junto a sí. Salomón se convirtió en maestro de sabios, por un regalo del cielo; pero su sabiduría menguó en la medida en que se fue apartando de Dios.
Corre te corre ahora un desconocido busca maestro para alcanzar una meta interesante. Las prisas delatan la urgencia del asunto. ¿Qué querrá este desconocido ahora? ¿A qué tanta carrera? El entusiasmo humano se aviva con cualquier cosa con tal de que parezca traer felicidad: ¿Más dinero? ¿Reconocimiento? ¿Estatus?... Cada cosa tiene su maestro el rico, el triunfador, el aristócrata… Pero las piernas de aquel personaje anónimo aligeran el camino para otro hallazgo: “Vida eterna”. Los padres, serían sus padres lo que le habrían encaminado hacia el propósito, como judíos piadosos. Ellos, los primeros maestros, enseñaron piedad para temer a Dios y respetar a los hombres, y todo lo aprendió el hijo desde pequeño… y lo cumplió. Pero tenía ambición de más. Fuera porque tuviera un natural con aspiraciones a metas cada vez más altas, fuera porque todavía se encontrase insatisfecho de lo hallado, habría una inquietud para pedir más. Tocaba la perfección legal, pero aún le resultaría lejana la eternidad. ¡Qué peligroso es creerse uno ya en los altares, simplemente, porque no hace malo! El Maestro habló, pero antes lo miró con cariño. Entendió que aquel hombre que le pedía el cielo había cumplido con cada uno de los mandamientos, desde el primero hasta el último. Podría revisarlos de arriba abajo, de izquierda a derecha que no encontraría tara en la ejecución de ninguno de ellos. Pedía más y Jesús le iba a dar más. Como buen Maestro o Maestro bueno, le aplicó al alumno improvisado lo que necesitaba. Cuando hay capacidad para más, hay que dar más. Y así comenzó poniendo a prueba en él aquellos dos mandamientos que sustentan la Ley y los Profetas y aun la misma encarnación del Hijo de Dios. El primero: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”, y desde el primero el segundo: “Y al prójimo como a ti mismo”. El Maestro lo hizo a través de un pequeño giro magistral y lleno de sabiduría, donde el amor a Dios y al prójimo iba a entrar en crisis ante un amor mayor: las propias riquezas.
A la propuesta del Maestro hubo como respuesta un ceño fruncido. Antes se le tuvieron que revolver la entrañas a aquel discípulo precipitado que pronto dejó de serlo. Le valían más sus propiedades que la Vida eterna, que el prójimo, que incluso Dios mismo.
A la mirada de cariño de Jesús hacia nosotros, que queremos el cielo también y preguntamos sobre él, nos sobreviene la misma pregunta aunque hecha a cada uno de una forma diferente, dependiendo de dónde tengamos los apegos que rebajan la posición de Dios entre nuestras prioridades. Devaluando el primer mandamiento, se degradan todos los demás. Entonces, ¿quién puede salvarse? Estamos en proceso, en camino, y Dios conseguirá en nosotros lo que no podamos… si salvamos una actitud: la del discípulo. El hombrecillo rico del Evangelio acabó de un tajo con el aprendizaje. No dijo: “Me costará, pero voy a intentarlo”, o: “Me veo sin fuerzas para ello, ayúdame”, sino que concluyó enseguida con ceño fruncido y despedida. Mal alumno quien, aprobando en todo lo demás, suspende en “Vida eterna” porque no le interesa aprobar en “Vida eterna” aunque suspenda todo lo demás. La asignatura de Vida eterna es la de amor a Dios y al prójimo, claro está. Esto es: un verdadero interés en Vida eterna, en Dios y el prójimo. Bastaría, como examen de pre-evaluación, ir llevando a nuestra mentes aquella realidades que nos hacen vibrar, y descubrir las que nos entusiasman más que Dios. Ahí se encuentra el principal trabajo que deberíamos afrontar, para que sea Dios el que tenga la preeminencia y, desde Él y el prójimo, podamos ordenar todo lo otro. Hacer este camino de discipulado, que es renuncia, es ya recompensa de Vida eterna aquí con salario centuplicado sobre lo que se dejó, promete Jesús. Esa Palabra de Dios que es “viva y eficaz” hasta tocar el tuétano, donde se fraguan los quereres sobre los que orientamos nuestra vida, es la enseñanza del Maestro que no podemos dejar de escuchar y contemplar y realizar en nuestras vidas.
Merece la pena. Hablamos de jornal de gloria y un Maestro que nos conoce como nadie y nos ama con ninguno.