
Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
1 Sam 5,1-3: “Hueso tuyo y carne tuya somos”.
Salmo 121: Vamos alegres a la casa del Señor
Col 1,12-20: En él quiso Dios que residiera toda la plenitud.
Lc 23,35-43: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Puestos a imaginar una sociedad donde las cosas funcionen bien en todos los sentidos, es decir, donde cada cual encuentre su lugar, con una convivencia pacífica y constructiva, en la que se crezca personal y colectivamente de modo integral... muy probablemente coincidiríamos en definir buena parte de sus elementos necesarios (justicia, paz, libertad, tolerancia, reconocimiento de la dignidad personal…). En el modo de llevarlo a cabo, aunque fuera idealmente, encontraríamos bastantes divergencias. Y es que no es fácil, en absoluto, guiar una comunidad y gobernar procurando el bien común y de cada uno. La dificultad radica, sobre todo, en que somos complejos los humanos y, en esta urdimbre de complejidades que hay que intentar armonizar, existe también el pecado, el principal obstáculo para que prosperen las personas y sus entornos. Se lo ponemos difícil a los gobernantes a veces y ellos nos lo ponen difícil a nosotros también, tal vez más veces aún, pero es innegable que hace falta algún tipo de coordinación y gobierno para exista orden particular y social.
Las diferentes formas de gobierno buscan un mismo fin, que es bueno, siempre que la oscuridad no haya pervertido tanto el corazón y la mente de las autoridades. Y siempre estos modos de gobernar han resultado, en algunos o muchos aspectos, insatisfactorios o muy insatisfactorios, cuando no frustrantes o dañinos. El Pueblo de Israel pidió un rey, como tenían los otros pueblos cercanos. Dios se lo concedió, pero no les fue demasiado bien con este tipo de gobierno; pocos de los reyes de su historia se salvan de reinados desalentadores. Prevalecerá la idealización del reinado de David, un rey con luces y sombras, que, sin embargo, se sostendrá como paradigma de gran gobernante, amigo de Dios y servidor del pueblo. Este recuerdo se avivará cuando las circunstancias políticas se vuelvan más precarias, y se pondrán las expectativas en el ascenso al trono de un descendiente de este rey, que vendría de parte de Dios y gobernaría con justicia y equidad.
El título de rey aplicado a Jesús aparece en los evangelios, y los primeros cristianos entendieron que Él era el descendiente de David que tenía a reinar, aunque de un modo desconcertante y perturbador, desde el paso por la cruz. El texto de Lucas nos ofrece la imagen del crucificado en el Calvario, junto con dos ladrones y un letrero en lo alto de su cruz donde aparece el motivo de la condena, como un anuncio de lo que nadie llega a reconocer: “Rey de los judíos”. Y no lo reconocen porque este reinado cristológico pone su cimiento en el amor de entrega que llega a su culmen en la pasión y la muerte. Para las autoridades religiosas y los soldados romanos que lo observan crucificado es motivo de una incomprensión de burla y desprecio. Sus mismos discípulos huyeron y lo abandonaron cuando su arresto y esa condena de cruz les cercenaba cualquier esperanza en un triunfo futuro. A ellos, que esperaban un puesto importante en el Reino, ya no les quedaba nada que esperar. Curiosamente es un hombre condenado por sus fechorías, en el momento del suplicio y de su muerte irrevocable, cuando, plausiblemente, podría hacer repaso por su vida, mirando, tal vez, arrepentido a las acciones que lo llevaron hasta esta condena, cuando pudo valorar su vida aún joven, pero abocada a su final, es decir, en un momento de máxima fragilidad, el único que lo reconoce como rey: “Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Solo en la precariedad de la existencia se toca la cruz de Cristo y se le descubre ahí, reinando desde la fuerza más poderosa, el amor. Jesucristo reina, porque ama; reina sobre todo, porque todo fue creado a través de Él desde el amor. Y nada encontrará ni paz, ni justicia, ni orden, ni vida, personal o comunitariamente, sino en Él.
Al final del año litúrgico lo proclamamos y celebramos como único Rey del universo, con el que seremos reyes para la eternidad si hemos aprendido de Él el amor de Dios que no se agota. Momento para ahondar en cómo la victoria de Cristo se extiende en la medida en que lo hacemos protagonista de nuestro corazón para reinar en el amor juntamente con Él y, desde ahí, trabajar para la construcción de una sociedad donde se haga presente su Reino.