Todos los JUEVES de 19.30 a 20.30
Todos los DOMINGOS de 19.00 a 19.30
Todas las MAÑANAS de 9.30 a 13.00
«Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos».Él les dijo: «Cuando oréis, decid: “Padre, santificado sea tu nombre, venga tu reino, danos hoy nuestro pan de cada día, perdónanos nuestros pecados, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores, y no nos dejes caer en tentación”»
Si quieres orar y estar junto a Jesús lo puedes hacer...
Todos los VIERNES a las 20:00 horas.
En la Parroquia de SANTA MARÍA la Mayor.
Ecl 1,2;2,21-23: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
Sal 89: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Col 3,1-5.9-11: Si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba.
Lc 12,13-21: “Guardaos de toda clase de codicia”.
A cierto personaje llamado Evagrio, natural del Ponto, tan brillante intelectualmente como profundo en su vida espiritual, le movió el deseo de alejarse del bullicio de las grandes urbes, renunciando a importantes beneficios económicos y arrojarse al desierto con los monjes de Egipto. Entre ellos compendió la esencia de la tradición monástica de tantos monjes del desierto conocidos por él directamente o través de tradiciones y nos dejó varias obras espirituales entre las cuales aparecía lo que se conocería como la lista de los pecados capitales: gula, la avaricia, la tristeza, la acedia, la lujuria, la ira, la vanidad y el orgullo. Algún tiempo después, esta serie sufrió una transformación, aun manteniendo su esencia. De estos se derivan todos los demás pecados. Para Evagrio, tras cada pecado, existe un diablo especializado en tentar y procurar la caída del monje o de cualquier persona en general. Es en los monjes, aquellos que han entregado su vida a Dios de un modo más radical, en quienes encuentran los demonios sus más feroces oponentes, como una barrera que no solo soporta los envites del enemigo, sino que evitan que la fuerza arrolladora del mal llegue con mayor virulencia al resto de personas.
La tentación abre unas expectativas y el pecado promete falsamente satisfacerlas. Quien está convencido de que tiene todo lo necesario, será más resistente a la tentación, alimentada por el deseo de conseguir lo que no se posee. Por tanto, es propia del caminante, del que no ha llegado a la meta, del que le queda camino por recorrer.
En las lecturas de este domingo asoman dos de estos pecados: la vanidad y la avaricia-codicia. Ambos necesitan de un público: la vanidad, para hacer ostentación ante él; la codicia para acumular más que los otros y frente a los otros. Revelan las carencias interiores de reconocimiento y valoración ante los demás y ante uno mismo. Por supuesto, no se pide una renuncia a los bienes materiales, a un sustento económico, a la propiedad, sino que se llama la atención cuando lo que se tiene o se espera conseguir se convierte en el centro de preocupaciones y actividades, poniendo en ello la mayor confianza y seguridad. La realidad, como refleja la parábola del evangelio, es que estamos sujetos a cantidad de fragilidades, comenzando por la propia vida y lo único donde podemos poner nuestra esperanza y certeza de éxito es en el Señor. Él ha prometido felicidad y eternidad. Lo demás será seguridad oscilante, quebradiza, engañosa y temporal.
De ahí el ejemplo de los monjes, que viven con austeridad, con lo necesario y no vierten sus preocupaciones principales en acumular, en ostentar ante las miradas del mundo, sino que su sustento es recibido con agradecimiento, vinculado a un trabajo, y como necesario para otra necesidad mayor, la amistad con Dios. En la medida en que nuestra sociedad se sostenga sobre una economía de consumismo, de generación de necesidades irreales para producir más y comprar más, estaremos cediendo ante un espejismo del pecado que empuja a olvidarse de Dios. Y, descuidando la relación con Dios, uno se amista con lo que sea, con la aspiración de encontrar en cosas o logros, lo que solo puede en su Señor.