Is 35, 4-7: Decid a los cobardes de corazón: “Sed fuertes, no temáis”.
Sal 145, 7-10: Alaba, alma mía, al Señor.
St 2, 1-5: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?
Mc 7, 31-37: «Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
Una veces se detiene Jesús por sus intereses (siempre atentos a cumplir la misión del Padre), otras veces lo detienen otros buscando los suyos (una curación, una enseñanza, una repuesta). Es para conmoverse los momentos en que alguno requiere la atención del Maestro intercediendo por otro. Un día, mientras iba de camino al lago de Galilea, le presentaron a un sordo prácticamente mudo. Ni podía oír a los demás ni apenas decir por sí mismo. Solo escuchando a otros uno aprende a pronunciar. En una cultura fundamentalmente oral, donde solo una pequeña parte (se calcula que solo un diez por ciento) sabía leer, carecer del sentido del oído privaba del conocimiento de muchas cosas, también de muchas de las cosas de Dios. Esto le generaría distancia de los demás, de las tradiciones, de las celebraciones. Podría repetir lo que veía, pero tal vez sin que se le desvelase su sentido más profundo.
Llaman al Maestro para que le imponga las manos, y Él, con sus manos, toca los lugares afectados por la sordera: los oídos y la lengua. El modo de actuar es llamativo: mete sus dedos en sus oídos y le toca su lengua con su saliva. Toca para reparar, mostrando una gran cercanía con el afectado. Y entonces puede recibir sus primeras palabras que proceden de la Palabra hecha carne que le pronuncia con autoridad: “Effetá” (ábrete). La autoridad y la contundencia de esta orden traspasan la discapacidad para que los sentidos cumplan con su servicio. Recuerdan al acto soberano de Dios en la creación que dijo y existió.
La mirada de Jesús al cielo: “Mirando al cielo, suspiró”, busca la aprobación de su Padre, para ejercer su paternidad entre los hombres. El Hijo es quien lo muestra, el Hijo es quien lo realiza, el Hijo es quien así lo revela. Detuvieron a Jesús para el milagro, y Jesús no se paró en el milagro sino en dar gloria a Dios. Por ello pidió silencio sobre el hecho, aunque no le hiciesen caso. Para la gloria de Dios, para el conocimiento del Padre y de su Hijo los milagros mal entendidos pueden entorpecer su alabanza. El “todo lo ha hecho bien” de los judíos asombrados, aún no contempla la entrega del Maestro en la Cruz. ¿Puede darse gloria a Dios sin haberse acercado a la Pasión de Cristo?
El gesto de apartar de los demás al hombre incapaz de escuchar y de decir para obrar el milagro, tal vez apunta a la necesidad del encuentro personal con el Señor, para que sean sus palabras las primeras y más apreciadas, las que llenen el corazón y provoquen luego la alabanza en los labios. En esta relación personal se encuentra a Jesucristo apasionado por su Esposa y ofrecido hasta la muerte. Entonces sí que puede pronunciarse el “todo lo ha hecho bien”, porque en todo ha buscado y ha realizado la voluntad del Padre, porque ha ejercido la soberanía de Dios en su misericordia y su justicia hasta la Cruz. Tal vez pronunció aquellas mismas palabras cuando el descenso a los infiernos: “Effetá” para causar la apertura del cielo, sin estreno hasta su resurrección gloriosa. Tuvieron que encontrarse con el Señor Adán y Eva y los justos que descansaban anhelando su venida para entrar con Él al nuevo Paraíso. Los milagros no bastan para recocerlo como Mesías, menos como Hijo de Dios, si no lo contemplamos muerto y soberano sobre la muerte.