2Re 4,8-11.14-16a: “Me consta que ese hombre de Dios es un santo”.
Sal 88,2-3.16-17.18-19: Cantaré eternamente las misericordias del Señor.
Rm 6,3-4.8-11: Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte.
Mt 10,37-42: “El que pierda su vida por mí, la encontrará”.
Puestos a repartir amor, no lo hacemos a partes iguales; a algunos de les damos los primeros y en grandes cantidades, lo exquisito y fresco va para los padres y los hijos. Prima el parentesco. En torno a los de la misma sangre se construye una muralla para proteger estas relaciones familiares, estableciendo como un espacio sagrado. Esto se vivía aún de una forma más intensa que hoy día en el mundo oriental del que procede Jesús.
El Maestro no incluye en esta sentencia el vínculo matrimonial. Tal vez porque supone una brecha en ese cercano parental que se abre para una unión muy fuerte, superando ese deber de velar primeramente por la misma sangre. No exige Jesucristo una renuncia a las relaciones paternas y filiales, sino que condena una absolutización de estos vínculos. Marcan un espacio para el amor donde este se recibe en primera instancia y donde se enseña a amar, pero no lo agotan; y puede imposibilitar algo tan necesario para el verdadero querer como la “universalización”, la capacidad de querer a todos y no solo a los que llamo “míos”. El peligro puede extenderse hacia los amigos, los que me favorecen, aquellos con los que tengo afinidad y comparto intereses o proyectos… Cristo quiere colarse en toda relación, especialmente en aquellas de más altas cumbres, las familiares, para armonizar el rico ámbito de nuestros vínculos, para ordenar el amor y aprender a renunciar a los lazos más naturales y fuertes, para abrirnos al que necesita ayuda, para emplear nuestro tiempo con el que necesita compañía, para atender a la llamada de Dios a una vocación que pide un abandono del hogar… para cumplir, en definitiva, la voluntad de Dios, que abre los muros para ofrecernos ampliar nuestro espacio vital.
Los transmisores de este mensaje, profetas, seguidores de Cristo, serán recibidos o rechazados en la medida en que se reconozca en ellos al mismo Señor que los envía y que pide apertura para dejar espacio a su Palabra, a la siembra de Dios que nutre el corazón y lo hace prosperar. Quien los acoja, tendrá paga de profeta, premio de vida eterna. Si mucho fue lo que recibió aquel matrimonio que acogió al profeta Eliseo, que no tenían hijos, y el profeta les prometió uno, mucho más los que acojan a los enviados por el Señor Jesús para contarnos las maravillas de la misericordia de Dios.
Es el bautismo el que nos ha hecho miembros de una familia que supera los vínculos de parentesco. Nos ha hecho hijos de Dios, en una fraternidad universal. Lo recuerda san Pablo en la Carta a los Romanos. Proporciona una vida nueva, pero tras pasar por la muerte: no solo muerte al pecado, que avieja y deteriora, sino también a una vida estrechada por unos límites que impiden el rejuvenecimiento ofrecido por el Señor, que ensancha hacia la vida plena y no se detiene en proteger lo de esta vida, incluso aunque sea lo que se considera más valioso (como la familia). Parece perderse mucho, parece malgastarse la vida, pero ese es el itinerario de la cruz que nos propone, donde el camino hacia la aparente muerte, renuncia, sacrificio, apertura, esfuerzo, superación de las seguridades, es el camino del discípulo del Señor, y ¡cuánto avanza en amor el que se atreve a coger su cruz y seguirlo!