Is 58,7-10: Brillará tu luz en las tinieblas.
Sal 111: El justo brilla en las tinieblas como una luz.
1Co 2,1-5: Nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado.
Mt 5,13-16: Brille así vuestra luz ante los hombres.
La sal y el azúcar pueden llegar a confundirse por la vista, no por el gusto. De ahí que no solo la luz sea suficiente, sino también la experiencia cercana que se saborea. Dos sentidos se ponen en funcionamiento con dos estímulos: el sabor y la luz, que tienen especial protagonismo en las lecturas de este domingo.
En el contexto del discurso de las Bienaventuranzas el Maestro se dirige a su auditorio a través de dos imágenes de la vida cotidiana. ¿Qué podría entender un paisano de Jesús al escuchar sobre estos dos elementos? El uso de la sal era múltiple: la condimentación, la purificación, la conservación. También se empleaba para la ofrenda del sacrificio en el templo, distribuida sobre la carne ofrecida, y, de modo metafórico, se aplicaba a la inteligencia o la perspicacia. Cualquiera de estas utilidades podría vincularse a las palabras de Cristo, pero, tal vez, la más inmediata sería la del efecto que causa la sal en la comida, potenciando su sabor.
Sin embargo, por la extensión en su tratamiento y por los antecedentes bíblicos, la luz tiene el papel preponderante. Del Antiguo Testamento nos llega el uso metafórico de la luz aplicado a Dios, como en el salmo 26: El Señor es mi luz… o en los anuncios proféticos acerca de un mesías luminoso. En estas palabra de Jesús la definición como luz se refiere a los oyentes y, por extensión, también a nosotros. Un atributo divino se convierte en cualidad humana. Para los cristianos, esto es gracias al bautismo, por el que prendimos en la luz de Cristo y nos convertimos nosotros mismos en candelas alimentadas por el Espíritu. La potencia de este cambio es tal, que no puede entender un cristiano que no de luz o que oculte su luz para que no se vea. Del mismo modo que es ridículo encender una lámpara para velar la claridad de su llama o es imposible que la sal pierda su capacidad de salar, porque forma parte de su estructura. Ambas contradicciones evidencian la paradoja de un cristiano que evite la misión, la irradiación de la luz de su fe y su vida.
La metáfora de la luz es muy sugerente, pero poética, abierta a inagotables interpretaciones; a la hora de concretarla, la Palabra de Dios también nos aclara. En la primera lectura, del profeta Isaías, la oscuridad del hombre se convierte en “luz de mediodía” en la medida en que se compadece del sufrimiento o la condición a la que llevan las carencias de las personas y se implica en atenderlas. Supone acercarse a la mirada de Dios sobre la realidad, donde los que habitualmente son rechazados o por los que se pasa de largo, ocupan la preferencia de su mirada. El cristiano no solo ve, sino que también hace y reflexiona sobre lo que sucede. Es su presencia en la sociedad la que lleva la luz de Dios por medio, ante todo, de su vida, corroborada por palabras y gestos.
La elocuencia y la sabiduría de Pablo son sustituidas por la predicación de Jesucristo crucificado. El testimonio más poderoso, más luminoso, del cristiano no se construye sobre razonamientos bien elaborados, sino por la participación en la misma cruz de Cristo. La proximidad al que sufre no solo se produce mediante una empatía comprometida, sino haciéndose uno mismo carne sufriente, pobre entre los pobres, amigo de la cruz como despojamiento de todo para tenerlo solo a Él.
Brille así nuestra luz ante los hombres tras haber gustado la experiencia de la unión con Cristo empobrecido por amor.