Mt 18,21-35: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces lo tengo que perdonar?”
Jesucristo no inventó el perdón de las ofensas. El Pueblo de Israel ya conocía este mandamiento, como señala el texto del libro del Sirácida en la primera lectura. Pero la distancia ha sido siempre grande entre su conocimiento y su ejercicio. El Maestro no solo lo predicó, sino que lo ejerció y nos capacitó para llevarlo a cabo.
La tradición espiritual monástica cristiana nos ofrece elementos preciosos sobre el perdón, las dificultades para llevarlo a cabo y las consecuencias al evitarlo. Los monjes fueron grandes conocedores del ser humano en su psicología y su espíritu, pues fueron grandes observadores en su vida cotidiana de las posibilidades y limitaciones del corazón humano en su relación con Dios y con los otros compañeros monjes. Su apertura al Espíritu les facilitaba una lucidez especial para nombrar todo aquello que bullía en su interior y que les empujaba a reaccionar de un modo y otro. Ellos descubrían la existencia de una energía vital originaria en el ser humano, regalada por Dios para luchar contra las tentaciones, para aborrecer el mal y mantenerse firme en el bien. El mal uso de esta potencia degeneró hacia la ira, el resentimiento y el rencor. Un gran monje teólogo, Evagrio Póntico, hablaba del apego a la comida, a las posesiones o a uno mismo como el origen del rechazo del perdón. La frustración por considerar que alguien nos ha hecho perder algo de esto, que estimamos mucho, puede causar el movimiento interior que empuje a negar el perdón y que se concreta desde la alegría por el mal del ofensor (aunque solo sea un instante) hasta el propósito y la consumación de la venganza con un daño mayor.
La parábola de Jesús ofrece un tesoro de mucho más valor que aquellos supuestos bienes por los que nos entristecemos cuando los vemos amenazados o mermados. Se trata de la misericordia divina, una de las manifestaciones más patentes de su amor. Por justicia, Dios puede rendir cuentas de nuestras deudas y hacernos ver la ingente cantidad de bienes dilapidados y no resarcidos. En relación con esto en esta pequeña historia llama la atención cómo no solo el siervo debía muchísimo dinero, sino que para haber acumulado esa deuda tuvo que derrochar también muchísimo y descuidó la devolución siquiera de parte de lo obtenido de modo gratuito. No tuvo memoria para reparar en la gran deuda contraída ni para esforzarse en disminuirla y tampoco tuvo memoria para tener en consideración el perdón de toda su deuda por parte del señor, simplemente porque se lo pidió. Sí que memorizaba bien lo que le debía el compañero. Curiosamente el resentimiento recibía entre los cristianos el nombre de “memoria de lo malo”.
Jesucristo no inventó el perdón de las ofensas, pero la hace posible. Primero porque Él dio su vida por nosotros en la Cruz y, sufriendo la mayor injusticia, realizó la mayor justicia, la que procede del amor de Dios. Segundo, porque nos entrega su Espíritu para que tengamos conciencia de todos los bienes que Dios nos ha regalado, las deudas perdonadas y la riqueza de su misericordia. Pedro apuntaba hacia las fuerzas humanas del perdón con una cifra simbólica, el siete; su Maestro lo conduce hacia las mismas entrañas divinas con el valor que ofrecía Pedro multiplicado como símbolo de la perennidad, de la eternidad. Solo en el Padre Dios encontraremos la superación de toda tentación que quiera omitir el perdón, porque solo en Él hallamos motivos para el amor incondicional y la curación de nuestros afectos apegados a cosas que nos limitan el crecimiento y nos dañan.