Mt 16,21-28: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga”.
Si el Padre había revelado a Simón que Jesús era el Mesías, el Hijo de Dios vivo, y los otros discípulos lo habían escuchado, era momento para abrir a las claras los entresijos de su mesianismo. La primera parte del episodio que recogía el evangelio del domingo anterior había dejado a un Simón triunfante convertido en Pedro, piedra de la Iglesia, con poder para atar y desatar en tierra y cielo. Esta segunda parte revela que Simón-Pedro está lejos de conocer lo que significa que Jesús es Mesías, porque interpreta al modo humano, y ha de emprender un camino de verdadero seguimiento, dejando que Jesús vaya delante y él lo siga detrás. El hombre es un ser de aprendizaje continuo donde la presunción de sabiduría es una muestra de que sigue haciendo falta discipulado. Ya lo anticipaba el viejo Solón de Atenas: “Mientras envejezco, aprendo”. La actitud del cristiano habría de ser la de continuo aprendiz. Por medio de cuántas personas, acontecimientos y movimientos internos Dios enseña; por supuesto a través de su Palabra. No deja de ofrecernos ocasión para aprender y acercarnos más a su misterio.
Las correcciones a Dios son frecuentes, lo que no deja de encubrir un despropósito arrogante. Aparecen cuando asoma de uno y otro modo la cruz. Las expresiones: “negarse a sí mismo”, “tomar su cruz”, resultan enigmáticas y dadas a interpretaciones confusas, vinculadas a perder y salvar la vida con dos conceptos de vida: la presente y la futura, la pasajera y la eterna. El recurso a la teología más primitiva puede iluminar el sentido de esta cruz personal integrada en la de Cristo. Según esta teología el mundo fue creado con el signo de la cruz, porque estaba configurado conforme a Cristo crucificado. Esta cruz “cósmica” significa que todo está abarcado y abrazado por el Salvador, todo acogido y ofrecido. Nuestra vida está injertada en esta historia de la salvación donde cargar con nuestra cruz y seguir al Señor implica buscar y aceptar nuestra posición en el mundo y dejarnos hacer al modo de Aquel por el cual hemos sido hechos nosotros. “Cargar con la cruz” no es inicialmente un ejercicio ascético, de aceptación esperanzada de los momentos duros y sufrientes, aunque también recoja esto, sino que indica más bien participar del misterio del amor de Dios dejándonos servir por Él y poniéndonos al servicio de los otros; sabernos con un lugar importante y, al mismo tiempo, en camino para situarnos allí donde Dios nos pide, en una posición dinámica y no estática, de cambio, de vida.
El primer deber de cualquier persona habla de vida: proteger, cuidar, promocionar, amar… la vida propia. Pero las atenciones hacia una vida y hacia otra, pasajera y eterna (llamémoslas así), no coinciden exactamente. El Maestro insta a trabajar por la segunda en base a que esta es la verdadera y la perenne, la que acerca a Cristo y recibirá una paga justa de Él. En otros términos podría decirse que esta vida a la que invita Jesús corresponde con el fin para el que hemos sido creados; permite desarrollar las facultades (o talentos) propias y aproxima a la felicidad. La otra vida apega a los deseos y preferencias más primarias, pretende la felicidad en experiencias temporales a veces de gran intensidad, pero fugaces.
Ambas merecen un tiempo de aprendizaje, pero si no llegan a conciliarse se convierten en rivales. El anhelo de vida empuja a extraer el jugo de lo que esta vida ofrece, pero la experiencia indica que no llega a satisfacer completamente, ni siquiera remotamente. La integración de lo más inmediatamente vital en el contexto de una Vida divina, permite adentrarse en otro ámbito de mayor amplitud que parece aportar un sentido ausente de otro modo (aunque no exento de fisuras o lagunas).
¿A quién ofrecemos nuestra atención? ¿Discípulos de quién o de quiénes? La revelación de las cosas de este mundo promete mucho, aunque suelen defraudar. La revelación de Jesucristo como Salvador, desvela su identidad, pero no exime de una búsqueda para percibir y vivir realidad su presencia entre nosotros. Aprendizaje de corto o largo alcance con calidades de mediocridad o de excelencia. Algo tendrá que decir nuestro corazón para señalarnos dónde encuentra paz y enjundia y dónde tiempo perdido e insatisfacciones constantes, dónde nos convertimos pronto en maestros que creen saberlo todo y no tienen nada que enseñar y dónde el discipulado se allega al Maestro que abre paulatinamente los secretos de la vida verdadera.