SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO. 26 de noviembre de 2017

 

Ez 34,11-12.15-17: “Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas”.

Sal 22: El Señor es mi pastor, nada me falta.

1Co 15,20-26.28: Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la

resurrección.

Mt 25: Venid aquí, benditos de mi Padre.

 

“Queremos un rey sobre nosotros. Así seremos como todos los otros pueblos”. (1Sm 8,19). Así se inicia la historia de la monarquía en el pueblo Israel. Hasta entonces Dios había sido su único soberano. La desconfianza de Dios se hace manifiesta con esta petición: quieren un regente visible, a pesar de todas los inconvenientes que eso les va a traer a nivel de impuestos y de vasallaje, quieren una persona que las lidere… porque quieren ser como los otros pueblos.

            La experiencia de la monarquía resultó desastrosa. Ya no solo supuso una pérdida de libertades para el pueblo, que tenía que satisfacer las demandas del rey, su corte y su ejército, sino que, aunque cuando hubo monarcas bien reputados por su gobierno (aunque con sus sombras), una gran lista desatendió sus obligaciones y llevó al pueblo a la desgracia. De ahí surgiría el anhelo de un rey justo, servicial, benefactor de todos, defensor de los pobres y desvalidos. Para algunas este rey habría de venir de la estirpe de aquel que había conseguido unir bajo un solo gobernante a todas las tribus de Israel y había dado inicio a la dinastía real: el rey David, paradigma del buen gobernante, atento a su pueblo y amigo de Dios. Ciertamente no todo en su vida fue de alabanza, pero, su gobierno idealizado avivaba las expectativas de que un día Dios enviaría a su pueblo un auténtico rey de justicia y de paz.

            Esta esperanza se unió a la imagen del pastor, de procedencia oriental, que era utilizada, precisamente, para referirla a sus monarcas. La idea sugiere mucho: la persona cercana al rebaño (el pueblo), preocupado por su alimento y su salud, que conocer los mejores pastos para su ganado y el lugar seguro. El profeta Ezequiel refiere el anuncio de Dios mismo como pastor para su pueblo, que se encuentra disperso y extraviado, que no tiene, ciertamente, quien lo libere, quien lo sane, quien lo guíe. La respuesta del pueblo la recoge el salmo 22, reconociendo a Dios como su pastor, como el que le proporciona todo lo necesario hasta no faltarle ya nada. La segunda parte del salmo señala hacia un Dios que se convierte en anfitrión y hace sentar a la mesa, como un igual, a este pueblo que anteriormente aparecía como rebaño. El rey pastor, por tanto, hace como iguales a sus súbditos ovejas con promesa de que vivan en su casa por siempre.  

Queda así trazado el panorama para contextualizar esta fiesta donde Jesucristo, el rey pastor anhelado por el pueblo desde antiguo, es presentado como Rey del Universo. Por Él ha sido creado todo y todo tendrá su gloria, su cumbre en Él. No solo ha guiado a sus ovejas, sino que ha dado su vida por ellas haciéndose cordero de sacrificio. Con su Resurrección ha aniquilado todo enemigo, incluso el más poderoso, la muerte, como refiere san Pablo en el pasaje de 1Co 15. Y ha de venir a reinar sobre todo y sobre todos, haciéndonos a nosotros herederos de su mismo Reino. La condición de herederos es un privilegio que exige una condición: haber derramado lágrimas por los que sufrían alguna clase de necesidad. La indiferencia ante las carencias de los hermanos de redil, pandémica por esta “globalización de la indiferencia” como dice el papa Francisco, nos deshereda de un Reino que es justicia y que rechaza al que no buscó lo justo para su hermano.

De este modo, solo quien se entrenó como rey, al modo del Rey del Universo, Jesucristo, teniendo mirada y mano tendida hacia el necesitado, se habré hecho digno siervo para reinar con Él; porque vertió muchas lágrimas, sensible ante el sufrimiento de las personas, porque no fue perezoso para hacer lo que estaba en sus manos, para consolar y ayudar, invocando a Jesucristo y ansiando su venida para traer la justicia y la misericordias definitivas.

En Él se cumples las esperanzas frustradas de aquel pueblo de Israel que le pedía a Dios un reyezuelo y, sin saberlo, estaba anhelando la venida del Hijo de Dios como único Rey para la justicia, la verdad y la paz eternas. Con esta esperanza y esta petición concluimos el año litúrgico, el año de la Iglesia a lo largo de esta semana, para abrir un nuevo año precisamente en el Adviento, con esa apelación tan destacada al Señor para que vuelva.